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Wednesday, July 26, 2006

La definición del éxito desde la perspectiva divina

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El noveno grado era una perspectiva espeluznante. La escuela secundaria Classical High, con sus cursos de latín y griego, era reputada por impartir la mejor educación de la ciudad. Y para empeorar las cosas, mi hermano era quien había dado el discurso de despedida de los graduados de la escuela un año antes. La escuela ya era, de por sí, intimidante, pero también el éxito académico de mi hermano era algo muy difícil de igualar.

Imaginaba cuatro años sin sonreír (¡sólo libros!). Para preparar mi ingreso, pasé ese verano estudiando –no álgebra o historia, sino el anuario de mi hermano. Estudiaba sus páginas para encontrar evidencia de que la vida de los estudiantes no era tétrica. (¿Estaban realmente sonriendo esos estudiantes, o sólo le estaban haciendo “morisquetas” al fotógrafo?) Mientras revisaba las páginas de los graduados, algo captó mi atención –y mi imaginación. Bajo cada una de las fotos había un texto que hacía memoria del graduado: “Recordado por…”

Entonces pensé cómo sería yo recordada después de cuatro años. Para mi mentalidad de estudiante de primer año, el éxito se medía por la frecuencia con que uno aparecía en el anuario de la escuela, por lo que parecía obvio que los intelectuales, los deportistas y las reinas de los bailes de gala de fin de año eran los triunfadores. Sabiendo que yo no podía controlar el factor social, y que no podía contar con una actuación destacada en los deportes, llegué a la conclusión de que obtendría las mejores calificaciones.

Cuando llegó el día de mi graduación, yo había acumulado premios y títulos, y mi nombre era reconocido por los estudiantes y los profesores. ¿Había alcanzado el éxito? Eso depende de cómo uno lo vea. Mi amigo Elliot (quien es ahora mi esposo, para gran sorpresa de los asistentes a las reuniones de ex alumnos) tenía un objetivo diferente en cuanto a la escuela secundaria: divertirse. Elliot, quien tenía más interés en los amigos y en los deportes que en las causas de las guerras del Peleponeso, recibía suspensiones y ceros en los exámenes. El resultado fue que él, también, llegó a ser muy conocido por los estudiantes y los profesores.

Aunque el grupo de quienes nos graduamos prescindió del texto “recordado por” en el anuario, logré mi objetivo de ser famosa en la secundaria. Sin embargo, mi burbuja se reventó cinco años después cuando Elliot y yo, que estábamos recién casados, volvimos a la ciudad para visitar a nuestros familiares. Al estar en una tienda vimos a nuestra antigua tutora de curso. Cuando la saludamos, yo esperaba una doble reacción: de placer, por ver a su alumna estrella, y de consternación, al darse cuenta de que la intelectual se había casado con el gracioso de la clase. Pero en vez de eso, ella parecía confundida. “No, no te recuerdo”, me dijo. Luego, volteándose hacia Elliot, dijo: “Pero tú eres Feit, ¿verdad?”

En una palabra, me desinflé. Sin embargo, ese encuentro fue para mí una lección valiosa en cuanto al éxito: la cima del pedestal es resbalosa, y el aplauso humano es efímero. (¿Puede usted recordar quién fue la Miss América del año pasado?) Al igual que Pablo, aprendí que en el gran orden del universo, los títulos no significan nada (Filipenses 3:3-8), una razón más para que nos esforcemos por lo “indestructible… e inmarchitable” (1 Pedro 1:4 NVI).

No estoy recomendando la idea de mi esposo en cuanto a la escuela secundaria. Tampoco él, quien es ahora un doctor, y que está agradecido por haberse finalmente esforzado en sus estudios en la universidad. Lo que se necesita es una perspectiva correcta. La preparación universitaria es clave para la adquisición de conocimientos, y un camino para el triunfo profesional. Pero no hay lugar para el ego cuando se logra el éxito. Todos nuestros logros son el resultado de las habilidades que Dios nos concedió (Santiago 1:17), y por eso nuestra respuesta al éxito debe ser de gratitud, no de jactancioso orgullo (1 Corintios 4:7).

Usted podría preguntarse: ¿Y si mis logros académicos no son precisamente “estelares”? A la graduación se le llama “commencement” (comienzo, en inglés), lo que ilustra la actitud del Señor hacia nosotros: Él es el Dios de las segundas oportunidades (Jonás 3:1). Cuando confesamos y nos arrepentimos de nuestros pecados, el Señor nos perdona de acuerdo con Su promesa, y hace borrón y cuenta nueva (1 Juan 1:9). Aunque es posible que los maestros nos olviden, nuestro Padre celestial siempre nos recordará. El mismo Dios que recuerda a Sus hijos para siempre, olvida sus transgresiones (Isaías 49:15, 16; Salmo 103:12).

Decimos que un bebé llora cuando viene al mundo, mientras que los demás sonríen; pero debemos vivir de tal modo que, cuando muramos, seamos nosotros los que sonriamos, mientras que los demás lloren. Al terminar nuestros días en la tierra, los títulos y los grados no significan nada, pero cualquier influencia positiva que hayamos tenido sobre los demás, tiene el potencial de transformar las vidas para el futuro.

Cuando estuve en la secundaria, no aprendí la lección en cuanto al verdadero éxito porque estaba concentrada en mis propios esfuerzos y en la opinión de mis compañeros. Pero hay una prueba, una en la que es necesario completar la respuesta, un examen final, por así decirlo. Sus parámetros son diferentes a los que yo creía: Jesús los resumió en amar a Dios de todo corazón, y al prójimo como a uno mismo (Mateo 22:36-40). La prueba tendrá sólo una pregunta para completar: “Cuando usted se gradúe de esta vida, será recordado por _____”.

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